martes, 23 de diciembre de 2008

Gritos (vacíos) de protesta

Hace algunos años solía creer en protestas y en espíritus rebeldes frente a ciertas clarísimas ‘injusticias’ de la sociedad. Nunca fui regular en mi asistencia a estas protestas (tampoco es que hayan habido muchas), pero sí consideraba que ellas eran necesarias y que de ningún modo había que callarlas. Solía decir: “mi grito, por más pequeño que sea, por más perdido que esté entre todas las voces del mundo, es MI GRITO, y no lo voy a callar. Al menos el que está a mi lado me va a escuchar.”

Hoy me he alejado de todo ello, pero aun considero que tal floro de “mi grito…” es realmente valioso y que las protestas no tendrían que ser simplemente calladas. Pero el problema central que comenzó a crecer en mí fue el siguiente: Esta actitud ¿tiene realmente una justificación?, es decir, ¿se trata de un grito con un verdadero propósito que ha sido reflexionado y examinado o se trata de un simple vozarrón que no pasa de ser una especie de lamento furioso sin dirección? Lamentablemente, creo que en la mayoría de ocasiones se trata de la segunda opción.

Y es que el problema que comencé a sentir conforme iba pasando el tiempo es que no hay una verdadera reflexión detrás de todas estas protestas, no se piensa lo suficiente en lo que está presupuesto en aquellas cosas contra las que se protesta y en aquellas cosas que se reclaman. Por supuesto, hay ciertas cuestiones que son tan evidentemente despreciables que resulta obvia la necesidad de reaccionar inmediatamente contra ello (asuntos de maltrato animal por ejemplo). Pero hay protestas sociales que parecen haber seguido el camino más sencillo, sin que se haya dado tiempo a pensar siquiera cuál es el fundamento sobre el que se apoya la situación. (Por supuesto, me refiero a casos en los que la protesta es sincera, ingenua pero sincera, y no a los casos en los que la protesta tiene en realidad fines ajenos y de beneficio particular)

Sobre este tema reflexiona muy bien André Glucksmann, filósofo francés, en su libro ‘Occidente contra occidente’. Con finísima ironía y refiriéndose al fenómeno de la guerra, dice lo siguiente:

“La actualidad nos acosa. El sufrimiento de unos, la energía de otros, los suspiros y los cálculos, las imprecaciones y las imploraciones nos telepersiguen. Nos atenaza la tentación a tener respuesta para todo: si la guerra, pase lo que pase, es la más sucia y condenable de todas las posibilidades, es inútil quemarse la sangre, ¡que la paz esté con nosotros! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Desde el neolítico, la humanidad talla el hacha, forja picas y se prepara bajo los mil soles de la energía nuclear cuando, al parecer, le hubiese bastado con un gesto, uno solo, para poner fuera de juego a la ‘cosa’. Fuera de la ley, dicen los juristas. Fuera de la moral, proponen los religiosos. Fuera de la cultura, acuerdan los artistas. Fuera del tema, aseguran los encuestados. Fuera de lugar, programan los políticos de fino olfato. Nada más sencillo que afirmarse contra ‘la guerra’. Nada más adecuado que jurar que no se justifica ninguna. Admito de buena gana que nos equivocamos, vacilamos, nos desviamos tomando un partido y luego otro, retomándolo, cambiando de opinión, pero desconfío de los toboganes de pereza mental en los que nos deslizamos alegremente sobre las dificultades. El feliz inmaculado que desfila gritando: ‘¡No a la guerra!’ camina sobre una nube. Y va derecho contra el muro.

…El discurso de paz que agitó a las multitudes del planeta y que casi gana la partida, se apoya sobre dos convicciones inquebrantables: la guerra es detestable, la paz es encantadora. Sin embargo, estas notables simplezas no constituyen una barrera imparable; la duda ríe a escondidas.”

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